domingo, 20 de octubre de 2013

EL RASTRO DE UNA SOMBRA











EL RASTRO DE UNA SOMBRA


No es que el poeta piense constantemente en todas las cosas del mundo, ellas piensan en él. Están en él, lo dominan

Hugo von Hoffmansthal


Ocurrió una tarde generosa de invierno, el sol brillaba con esa luz tímida,  mate y blanquecina que reviste los edificios de la ciudad de un tiempo de espera,  poco tiempo antes de que anocheciera.
Un hombre caminaba lentamente  y su sombra se iba proyectando a su paso sobre las paredes, distorsionada sobre los árboles, él despreocupado encendía un cigarrillo y el humo al tiempo que rebotaba contra los duros muros de cemento, dejaba el rastro de su sombra en ellos, caminaba a pocos pasos de él cuando me di cuenta de que si me aproximaba un poco la proyección de mi sombra se fundía con la suya en un abrazo oscuro y melancólico, sin prisa iba observando los movimientos de otros viandantes sin perder de vista la fiesta de proyecciones que se tocaban sobre el cemento y me hizo gracia el hecho de que nosotros nunca nos tocábamos a tan prudente distancia.
De pronto sentí curiosidad por el personaje y seguí tras él a lo largo del trayecto con la intención de observar en donde la sombra finalizaba. Llegamos al fin a un camino desprovisto de edificios, y las sombras cayeron estrepitosamente al suelo, quise saber en dónde  nos encontrábamos pues mis pesquisas me orientaban a un solo objetivo y pronto me di cuenta de que el hombre tenía un destino, llegamos a una verja que él abrió con la destreza que da la costumbre de un hecho repetido, y mientras él se adentraba en el interior me quedé a unos pasos lo suficientemente alejados para que él no me viera, tal era el grado de intimidad que me habían proporcionado sus sombras que decidí averiguar algo más sobre su vida. El lugar era un magnífico Camposanto, amplio y que producía idéntica sensación de anonimato que el centro más bullicioso de la ciudad, estaba perfectamente señalizado, dividido entre numerosas calles a cuyos lados se asentaban tumbas y panteones cargados de mensajes y de flores, ya las sombras cuarteadas se desvanecieron sobre los nuevos aposentos, él tomó asiento sobre una de ellas y solo como estaba entonaba una canción en una lengua desconocida para mi, mientras aseaba el lugar y colocaba unas macetas refrescándolas con el agua de una fuente cercana, daba vueltas alrededor cantando la triste canción al tiempo que una lágrima se deslizaba sobre su rostro y fue a caer en el centro de la cabeza de mi propia sombra que descansaba rota sobre la tumba de al lado. La noche se me venía encima casi sin darme cuenta absorta entre las imágenes que contemplaba y mis peregrinos pensamientos y conjeturas,  volví sobre mis pasos presa de una gran confusión y tras un trayecto ya libre de sombras llegué a mi casa y me acosté esa noche con la esperanza ciega de que me abrazara un nuevo sueño.

Foto: La sombra de una duda Alfred Hitchcock

De: Silencios en Otoño

HACEDORES DE SUEÑOS









HACEDORES DE SUEÑOS

Cuando el niño era niño
caminaba con los brazos colgantes,
quería que el arroyo fuera río,
que el río fuera torrente, y este charco el mar.

Peter Handke. "Canción de la niñez", en El cielo sobre Berlín (1987)
Se encontraron en un lugar del mundo en el que todo era silencio y allí habitan con los sonidos de sus criaturas, en las entrañas del eco. Un impacto tan luminoso que genera impotencia en las sombras.
 Andaban alejados sin saber que las ondas se asemejan a veces al infinito del vacío, se afanaban por leer en su imaginación esos sonidos silenciosos y lo trasladaban a un lienzo, a un papel, el teclado de ella recorría sendas y vericuetos extraños y no le salían más que vagas impresiones de lo hacedero, quisiera pintar con un carbón negro su desesperanza, su lejanía, pero solo le salían esbozos de desaliento.
Una noche tuvo un sueño, un ángel se sentó al borde de su lecho, el ángel no veía bien y miraba al vacío como si en él hallase la imagen esperada que visitaba, la habitación comenzaba a iluminarse con los primeros rayos del sol adquiriendo así un color dorado resplandeciente, ella dormía y aún sus ojos no se abrían porque su deseo era escuchar por fin  la voz del ángel, no era el ángel que nos pinta la historia sagrada, a este ángel le envolvía un abrigo largo que le cubría los pies y sus manos enarcadas sostenían un dibujo, en el cual semiborrados por el tiempo aparecían unos pedruscos grandes en medio de un incendio, ella como de costumbre ansiosa por comprender el final apretaba sus párpados con fuerza, –el ángel entonces susurró en voz baja y profunda– es la hora de despertar, y a mí me esperan el viento, las tormentas, las zozobras de mi barco, la lluvia húmeda que me ha empapado hasta llegar   aquí,  el azogue frío de mi lanza. Ella no quería despertar del sueño, tal era el calor que recogían sus miembros, tal era la dicha en esta compañía leve y ligera como los trazos que contempló al despertar sobre el papel que había garabateado mientras dormía, dos piedras enormes fundidas en un incendio se elevaban etéreas hacia el vacío como los ojos del ángel que la visitó esa noche.
Ese día ella pulsaba las teclas de su ordenador en medio de una sinfonía de colores grises, blancos y azulados que coloreaban las letras de su relato al son de la música del tiempo.
Foto: El cielo sobre Berlín, Wim Wenders

De: Silencios en Otoño.