miércoles, 16 de octubre de 2013

UNA CUESTION DE AZAR








Una cuestión de azar
decidí al principio mirar y no empezar nada serio aquella tarde, pues si ocurría algo sería fortuitamente y a la ligera. Tal era mi convicción en aquellos momentos.
“El Jugador”, Fiódor Dostoievski

Una timba de cartas juegan algunos pescadores cansados que no salen en este día a la mar, desde los amplios cristales se divisan a lo lejos  unos hombres en hilera uniformados y enfundados en sus trajes de neopreno hasta la cabeza, unos se sumergen a pleno pulmón otros cargan con botellas de oxígeno con el fin de aguantar una mayor profundidad en busca del antiguo naufragio cargado de ánforas romanas, cofres hundidos y envueltos entre las algas, inscripciones antiguas sobre oro y plata ennegrecidos, recuerdos de algunos de los difuntos de los tripulantes, grandes anclas enmarañadas con la flora marina, van en busca de sus tesoros, investigan impacientes las sorpresas.
 Los jugadores sentados ese atardecer frente al enemigo que tienen que abatir, cargados con el humo del tabaco y vino en abundancia comentan entre dientes –¡qué gran pérdida de tiempo!, ¡ese barco ha conocido las antiguas  columnas de Hércules, y no atesora más que los despojos de un naufragio!–, y al decir naufragio, a uno de ellos le rechinaron los dientes como si la sola mención le evocara “la innombrable” con aprensión contenida, una mueca de desdén se dibujaba en el rostro adusto de su compañero febril bajo su gorra calada y ansioso de ganar, en la partida se jugaban quien sería el próximo en enfrentarse a la pesca en alta mar al día siguiente y un vago presentimiento hizo que lanzara sus cartas con ímpetu sobre la mesa. Los amigos se sobrecogieron y recobraron las furiosas  fuerzas de la acción frente a la evocación secreta del  día por llegar.
 Lejos están aquellos días en los que un encuentro desafortunado le arrojó a la soledad y al desencanto, su ardiente mirada cargada de deseo se posó tal vez en unos ojos esquivos que huyeron como él  hacia otros lugares hacia otros mares.
Siente llegar el final como contempla el destello del sol al caer en el horizonte y romperse sobre las olas, no le gustan los adioses porque los adioses no vuelven, como tal vez nadie vuelva desde ese lugar recóndito del tiempo. Atrás queda el día soleado y ardiente en el que muchas miradas desviadas le apartaban de la vida. Toda la plenitud que devoró en su juventud,  toca a su fin en estas lides.
Llegan en bandadas a la playa y se posan con suavidad en la orilla, inclinan su cerviz sobre despojos humanos y se abaten sobre la golosina voraces y hostiles unas contra otras las gaviotas, a lo lejos pájaros negros y blancos extienden sus alas hacia los últimos resplandores del sol que va cayendo suavemente en el centro de la luz mortecina de la tarde, después de haberse sumergido en el agua el tiempo necesario para su placer, pasan el día vagando por el lugar en busca de alimento, los peces se ocultan de su embestida ágil y rápida sobre las aguas y nadan veloces hacia otros mares, otras aguas.
Los perros irrumpen con su brío sobre la arena y un revoloteo de alas blancas y negras se alza en el azul del cielo, adiós a los despojos, adiós a los peces, las horas pasan y en este  atardecer misterioso y lleno de ecos, regresan las aves a la playa más próxima a la bahía, permanecen silenciosas, expectantes, un hombre también silencioso las contempla desde la orilla y se funde con ellas y su esperanza, un hombre callado y taciturno, lleva los brazos caídos a lo largo de su enflaquecida sombra, es el hombre que temprano va a surcar la mar en su lancha en busca de su sustento, mira hacia el poniente y comprende la laxitud del mar en esas horas atentas en la víspera de un día de faena.

Y allí, con los naipes arrojados sobre las burdas manos extendidas se hallaba ella, “la innombrable” escrita tácitamente en los iconos de las cartas.

Foto:Los jugadores de cartas.
Cezanne 1892

De: Silencios en Otoño