viernes, 11 de octubre de 2013

El Embargo









El embargo

Un tumulto de pasos se acercaba por la escalera. Hombres armados de tijeras, martillos y alicates que brillaban en la penumbra incipiente del atardecer, con paso cansino y pesado, enfundados en sus tristes uniformes al final de un día de trabajo, llegaron como un séquito en hilera y un hombrecillo pequeño y enjuto portando un estúpido papel en las manos dirigía la marcha.
 Los montones de cajas se hacinaban dentro de la casa, era difícil saber si en ellas se guardaban cosas de valor que sirvieran para resarcir una deuda que sobrepasaba con mucho el valor de varias casas como esa. La habitaba un ser de aspecto  frágil y pensamiento recio.
 Sonó el timbre con insistencia, las estancias de la vivienda se recortaban en diferentes planos, siempre regadas con las cajas en hilera y torres que ocultaban otras habitaciones que en su día debieron ser lugares acogedores y hogareños poblados de niños y animales que hacían las delicias de una familia. Sobresaltado por el timbrazo, su habitante acudió a descorrer los dos cerrojos que bloqueaban la puerta. El hombrecillo en primer plano le extendió el papel: “DILIGENCIA EJECUTIVA”, resaltaba en la parte central superior de la hoja.
Pronto iban apareciendo a intervalos, los amigos que tantas veces habían cargado con esas cajas para llevarlas a diferentes emplazamientos, según dictaba el devenir errático de su anfitrión, poco a poco iban acomodándose en diferentes salas y en voz alta dirigían al tropel de trabajadores armados hasta los dientes. El astuto hombrecillo, dio la orden de abrir caja por caja con la visible sospecha de que se tratara de una trampa, ya que las pocas que habían abierto no contenían a su juicio más que bagatelas y más  cosas sin importancia y no merecía la pena cargar con ellas.
El dueño de la casa corría de acá para allá presa de un furor exacerbado, y al mismo tiempo protegía sus enseres con consternación. – No van ustedes a encontrar lo que buscan, –déjenme en paz, y reclamen al causante de estos desmanes.
El hombrecillo hacía caso omiso al hombre que le interpelaba, y con lo primero que encontró semejante a una vara de hierro comenzó a revolver en las cajas y despegar sus adhesivos, descubrió muy bien alineados unos libros encuadernados en tela, flamantes, que ofrecían a la vista el único placer de lo nuevo entre tanto trasto inútil, ­–¡Oh!  No, no toque eso, a usted qué le importa, y el azarado anfitrión recogió unos pocos ejemplares y se los acercó a un amigo que fumaba con desdén en la más íntima de las habitaciones, mientras tanto el hombrecillo consideraba el valor de lo hallado y daba la orden de cargar con ello,  así fueron poco a poco apropiándose de cuántos libros iban encontrando con buen aspecto, y desdeñando los más viejos o deteriorados.
Los hombres mostraban cansancio y hastío y un aburrimiento rayano en la indiferencia, pero el hombrecillo estaba allí, haciendo cábalas y cuentas con el fin de ejecutar a la perfección el embargo.

La casa con aspecto revolucionado, poco a poco se iba vaciando, al mismo tiempo, nuestro héroe se iba derrumbando y lloraba amargamente su pérdida–lo único que realmente había amado en su vida eran sus libros, se sintió por un momento objeto de una risa del destino, él siempre pobre, perdía ahora, expuesto como estaba como rehén de una deuda ajena que había servido de lucro para unos pocos culpables, lo mejor de su vida, su única riqueza, lloraba amargamente y maldecía su sino, contempló las estanterías desnudas, y las paredes comenzaron a reverberar con el eco, sus amigos le miraron compasivos e hicieron corro a su alrededor y lo abrazaron con fuerza, unos tomitos encuadernados en tela estaban en el suelo y se habían salvado del saqueo, junto a ellos deambulaba un habitante secreto de la casa, un enorme arácnido con patas peludas y negras cuya visión justo en ese momento, hizo que se despertara.

De: Silencios en Otoño