lunes, 4 de febrero de 2013

INSTITUTRIZ A TIEMPO PARCIAL







Institutriz a tiempo parcial



Desde que se separó de su marido, no tenía otro objetivo que buscar trabajo en donde fuera, recurrió varias veces a los servicios de empleo público y siempre regresaba a su casa  desesperanzada, demasiados cursos de formación que no necesitaba, ya era el tiempo en que su formación era aceptable y todo le sonaba a cuentos, enfocados a prorrogar su espera impaciente.
Aquel día después de muchas vueltas por centros y asistentes sociales, decidió visitar una librería puntera en publicaciones y muy bien organizada. Asiduamente la visitaba con la esperanza de descubrir cosas interesantes. Se encontraba hojeando un ejemplar en el apartado de novedades, cuando un hombre pequeño, con el rostro picado de viruelas que portaba un viejo sombrero verde de caza, y con ojos desvaídos tras sus lentes, con una sonrisa de satisfacción que mostraba sus pequeños y puntiagudos dientes se acercó a saludarla. – ¡Hola, bienvenida!,  –me sorprende la cantidad de veces que la veo por aquí y ha despertado usted mi curiosidad, tal vez pueda ayudarla en algo, ya sabe… estos escritores noveles no tienen mucho que decir, ya está todo dicho, es preciso ser original para ser un buen escritor, documentar concienzudamente los textos, pero estos …–dijo con desprecio, no saben nada, siguen la moda… para eso lo mejor es leer el periódico, hace tiempo que yo me dedico a la difícil  profesión de escritor y tengo experiencia,–créame.
Ella sorprendida por el asalto se quedó sin palabras y casi sin pensamientos, decidió dejar que el hombre se explayase a gusto por ver hasta donde era capaz de llegar. Tal vez, –insistió él de nuevo, sea usted muy joven, una culta universitaria que  necesite un trabajo. Ruborizándose ella  –respondió decidida, viéndose por un momento como librera en ese lugar, –pues sí, está usted en lo cierto precisamente ahora vengo de la Oficina de empleo.
Satisfecho el hombre con su descubrimiento que sin duda intuía, –añadió: tengo unos hijos salvajes a causa del medio en el que viven, ya sabe la vida de un escritor ha de ser retirada y solitaria, nos encontramos en una hermosa zona rural, es mi deseo que entren en contacto con la civilización, y quien mejor que usted para completar su educación, una mujer culta… atractiva… en medio de una ciudad rebosante de actividad intelectual… –le propongo una cosa, –dijo, ocúpese usted de los chicos un día a la semana y será recompensada debidamente, –hable, hable mucho con ellos en francés, enséñeles a redactar, lean cuentos,  seguro que su contacto les será beneficioso.
Muy contenta con su nuevo trabajo acudió  a la cita que habían acordado los viernes para recoger a los niños, solía llevarlos a su casa en donde les impartía sus clases. Eran tres, entre doce y cinco años, pronto se dio cuenta que el mayor manifestaba una pedantería precoz, el del medio era un artista en ciernes que acostumbraba a pintar cadáveres, y el pequeño se limitaba a berrear todo el tiempo. El hombre, antes de que llegaran los chicos, la invitaba a tomar café con su cuadrilla de carcamales también escritores, que  prestaban mucha atención a su juventud tan resuelta y de pronto, en medio de la iluminada conversación, un día, decidió invitarla a comer a su casa con el fin de que el intercambio cultural se realizara felizmente.
Acudió a su cita  en el pueblo con su vehículo y tras no pocas dificultades llegó a la sórdida casa del hombre. El ambiente allí estaba teñido de tonos medievales  y tétricos, el cementerio se encontraba en la parte de atrás, las ovejas transitaban delante de la puerta a sus anchas, las sucias gallinas lo embadurnaban todo, un perro famélico  se paseaba alrededor, venían humos de hogueras procedentes de la era más cercana, el pueblo era diminuto, a duras penas habitaban en él, el señor cura, el alcalde, el maestro y él  D. Paco, “el escritor”. La hizo pasar a su despacho a través de un pasillo lleno de vigas salientes por el techo, pisando un suelo de duro y frío enlosado, una vez en el interior, él, muy excitado le mostró su lugar de trabajo perfectamente ordenado, con enormes pilas de legajos e informes sobre la época oscura de la Edad Media y la Santa Inquisición.
Ella sobrecogida por tan sorprendente visita, callaba y esperaba impaciente la hora de comer, deseaba salir de allí lo antes posible, él peroraba y peroraba a sus anchas en contra de esas modas imperantes que tanto le perturbaban, surrealistas y pintores abstractos que no decían nada a derechas, existencialistas que vestían de negro y fumaban sin cesar a saber qué, alcohólicos que recitaban poemas a altas horas de la madrugada, pobres revolucionarios de las letras que jamás serían publicados, él veía en la represión de estos incautos la mano dura de la Santa Inquisición, pero él no era el causante de tales desmanes, en absoluto, él era un hombre liberal y en aquellos días de niebla y agitación, su vida de autor reconocido, era un remanso de paz, bien casado, contaba con una robusta nodriza para sus hijos como fiel esposa, había conseguido el beneplácito de la crítica, le mostró orgulloso todos sus merecidos premios y firmas de insignes próceres de las letras, con la esperanza de sorprenderla, en ese momento,  en el que la emoción brillaba por su ausencia, poco le interesaban a ella sus trofeos, un escalofrío recorrió su cuerpo,   él, con su actitud heterodoxa, recibió con gusto a su  mujer, una campesina burda e inculta que tímidamente se apoyaba en la puerta con todo su volumen y al margen de tanta sabiduría les anunció: la mesa está servida.